28 de junio de 2011

Deambulando en las sombras (Parte 2)

La paja caía del techo lentamente. Cada trozo encendido que caía a la tierra recordaba a las desgracias acontecidas en la región de Arigua. El mismo fuego verde que consumía de a poco los trozos secos de plantas era el que había devorado incontables almas. El trozo de paja descendía suavemente hasta tocar la pierna del Avare sentado en el altar, a quien no parecía molestar en absoluto el calor de las llamas. Las llamas parecían provenir de un pequeño recipiente de madera, donde el color verde se concentraba.

Póra guasu, peñe'ena chéve. Pehechaukamína mba'epa ajapo arã[*]
fueron las palabras que salieron de la boca del Avare, en la lengua original, mientras sumergía su mano en la sustancia verdosa del recipiente e inhalando el humo del mismo color, casi espectral, que salía de él.


El místico éter se suspendió el el aire por un segundo, inmóvil, como si el tiempo se hubiera detenido por completo. No así las gotas de sudor que salían de la frente del hombre, ansioso por obtener una respuesta. Solo un momento después, el humo volvió a moverse y lentamente tomó forma. Los ojos del Avare se abrieron repentimente.

Un hombre jóven apareció frente a él, con rasgos familiares, aunque un tanto borrosos por la naturaleza de la sustancia de la que estaba formado. El sacerdote lo miraba fijamente, sin poder creer lo que veían sus ojos. Era la primera vez en que un espíritu se presentaba frente suyo de esa manera, si bien anteriormente había oído voces y tenido otros tipos de contacto con los ancestros, no era sino luego de largos rituales.

Se empezaron a escuchar sonidos, que fueron transformándose en bosquejos de palabras. Sin embargo, la figura etérea permanecía inmóvil. Solo su cuerpo humeante se movía, entregando parte suya al aire y reformándose de la sustancia verde del recipiente. Poco a poco, el sonido fue construyendo palabras, el Avare empezó a entender lo que quiso decir el póra.

—Mboky, escúchame. ¿Acaso no me recuerdas? —dijo la figura espectral, con una voz que parecía mezclarse con el ambiente en momentos, y sonar más alto en otros—. Si, eso es. Trata de recordar.

El amedrentado sacerdote parecía no tener idea de lo que estaba sucediendo en ese momento. Giraba al rededor suyo, como si estuviera buscando alguna respuesta en el entorno, pero no lograba encontrar nada. Cerró los ojos y bajó la cabeza, haciendo un esfuerzo por tratar de comprender la situación, mientras sentía un calor extraño que provenía del humo verde llameante. El éter parecía acercarse más y más a él, pero no se movió. Se acercaba cada vez más rápido y las gotas de sudor caían de su frente. El calor estaba tan cerca que evaporaba el líquido que chorreaba por la piel del Avare. Estaba a punto de hacerle lo mismo a su carne.

Pero abrió los ojos.

El humo retrocedió bruscamente, y la mirada de Mboky cambió totalmente. Con una cara que demostraba seguridad, y la expresión de su cara diciendo que ya había logrado comprender lo que sucedía en ese momento. —Tu eres Jahari, el hijo del cacique Kyse Ru. El mismo que murió de tristeza sobre el cuerpo de su amada— pronunció las palabras con una voz totalmente distinta.

—Así es, Mboky. Veo que me recuerdas perfectamente, y también recuerdas la situación en la que tuve que partir de tu mundo para este. Precisamente vengo a hablarte de Yrasêma— respondió el espíritu verdoso de Jahari —Verás, ella fue traicionada por su propio hermano. Cuando cayó enferma, Rupavê envió a Japeusa para que busque una cura. Pero el traidor de su hermano solamente le trajo su perdición.

El sacerdote se sentía confundido. No sabía por que Jahari le estaba hablando de esa historia. Mucha gente conocía lo que sucedió en ese entonces, pero las consecuencias para los Arigues fue mucho peor que para los Guaykurus. —¿Qué es lo que me estás diciendo? Todos sabemos lo que les pasó a la gente de Tavape luego de ese incidente. La muerte se cernió sobre ellos, y empezaron a caer uno por uno. Desde ese entonces ninguno de los Arigues pudieron seguir viviendo por mucho tiempo. Su tiempo de vida estaba limitado a unas pocas décadas— respondió con seriedad Mboky —La gente de Pytûkua decidió no tomar ninguna acción con respecto a tu muerte, pues hasta hoy día eres el único de nosotros que ha partido de este mundo.

El espíritu dibujó suavemente una sonrisa con el humo místico que lo componía —Claro, claro. Todo lo que dices es verdad, pero... ¿Qué hay de mí? ¿Acaso crees que yo he estado divirtiéndome en el Mundo de los Condenados? Tú mismo lo has dicho. No hay ningún otro Guaykuru en este lugar. Me han estado cazando por toda la eternidad— respondió Jahari.

—¿¡Cazando!? ¿Pero por qué? La gente de los dos pueblos no tiene ninguna diferencia, claro, sin contar la inmortalidad— preguntó con gran sorpresa el Avare. Con un cambio brusco de expresión, la sombra de lo que fue una vez el jóven hijo del cacique de los Guaykuru respondió —Eso es lo que TÚ crees. Nunca supiste lo que sucedía en este mundo, o al menos nunca te han contado la verdad. Pasaste tus días comunicándote con los mensajeros de Tupã, con los fieles soldados del ejército de Angatupyry. ¿Crees que ellos tienen algún dominio sobre los Condenados? No tienes idea de lo que he sufrido en este lugar.

—Tienes razón. No tengo la más mínima idea de lo que sucede en ese lugar. No tengo más remedio que creer en lo que dices. Después de todo ¿por qué contactarías conmigo si no tuvieses algo importante que hacerme saber? Haré lo que digas— respondío Mboky, bajando la cabeza y arrodillándose ante el espíritu en señal de sumisión.

En ese mismo instante, el humo que sostenía el espíritu del noble caído empezó a arder con más fuerza, transformándose en fuego en su totalidad, un fuego más verde que la cola del Muã.

—No te preocupes. Te aseguro de que terminarás disfrutándolo.

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[*]: "Grandes espíritus, por favor hablen conmigo. Muéstrenme lo que debo hacer"

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20 de junio de 2011

Deambulando en las sombras (Parte 1)

El fuego de una antorcha proyectaba extrañas formas en las paredes de la cueva, que parecían escurrirse con una podredumbre fétida. El ambiente apestaba a muerte, y el aire sabía a pantano.


El pequeño animal yacía inerte sobre la roca tendida. En sus ojos, opacos por la ausencia de su póra, intentaban dibujarse figuras de los alrededores, pero no conseguían concretar una forma. No había rastro alguno de vida en él.

¿O había?

Nubes de color púrpura emanaban del suelo de la cueva, ascendiendo rápidamente como insectos arrastrándose por las piedras. Casi instantáneamente rodearon el cadáver, y penetraron en la piel carcomida por los gusanos. El humo misterioso llenó las cavidades del cuerpo, como si de nueva vida se tratase. Los orificios empezaron a aparecer sobre la piel, acelerando la descomposición. Las aberturas dejaron escapar parte del éter oscuro. El animal parecía quemado por fantasmas.

Dientes descompuestos y sucios aparecieron entre una sonrisa siniestra, alumbrada por la pobre luz de la antorcha. Al lado suyo, una cara joven dejaba ver su cansancio. Manos aún moviéndose, usadas para realizar el hechizo, temblaban exhaustas, pero a su vez liberadas de la presión de la magia.

"¡Muy bien! Hasta que pudiste hacerlo. Para serte sincero, no creí que pudieras aguantar las fuerzas de la magia oscura. ¡Mucho menos manipularla!" -se escuchó, mientras que el viejo daba palmadas en la espalda del agotado muchacho.

Entre suspiros, que más bien parecían un intento desesperado por respirar, su pupilo solamente levantó la mirada hacía el anciano, con una expresión que no revelaba ya mucho, pues los ojos tan púrpuras como el mismo humo que insufló en el cadáver no dejaban ver brillo alguno de su póra, si es que aún lo poseía.

"¡Pon atención a lo que estás haciendo! Fíjate en el apere'a. Parece que está empezando a moverse." -le contestó al gesto su mentor, seguido por una carcajada macabra.

La mirada del discípulo se volteó al pequeño roedor y su cara mostró una sensación de satisfacción al ver lo que sucedía frente a sus ojos.

Patas y cabeza retorciéndose de lado a lado. Esa extraña sustancia saliendo de su cuerpo, y emitiendo un olor aún más nauseabundo que el del propio lugar. La carne siendo consumida y a su vez regenerada en otros lugares, para volver a pudrirse y que crezca en un sitio diferente. La forma en que aparecía y desaparecía el tejido curiosamente iba en sincronía con las verdes llamas de la antorcha, que para ese entonces ya estaba por apagarse. Sus ojos empezaron a encenderse con el mismo color de las llamas. En poco tiempo, el ser pareció volver a cobrar vida.

La boca desprovista de algunos dientes y llena de otros putrefactos empezó a moverse de vuelta- "¡Ja! No se que podríamos lograr con una basura como esta. No es nada útil para el Cónclave, pero al menos ya sabemos que puedes manipular la magia y devolver la vida a cosas como esta. Necesitarás algo de práctica, pero al menos ya puedes decir que eres uno de los Pajes."

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5 de enero de 2011

La Invasión de Guayaibi - Parte 6(1)

"Ya te dije que las técnicas de los guerreros no son apropiadas para una niña como tú," decía Itaete a su hermana, en medio del pequeño e improvisado lugar de entrenamiento que había construido cerca de su morada. "¿Por qué dices eso? ¡Si yo puedo manejar a la perfección todas las técnicas que utilizas!" Respondió caprichosa Pykasu, haciendo pucheros con la cara. "¿Cómo que las manejas? Si no tienes la fuerza para usar las lanzas ni los escudos," dijo el guerrero, burlándose de su hermana pequeña. "Además, es la primera vez que vienes a verme practicar."


"No estés tan seguro de eso, kyvy," susurro Pykasu entre risitas. Claro, era obvio que con su naturaleza curiosa ella ya lo habría estado espiando en el pasado. No debería de sorprenderle el hecho de que se haya aprendido algunas técnicas solo con la observación.

"¡La próxima vez que me estés mirando a escondidas hazme el favor de avisarme!" Gritó algo enfadado Itaete, mientras seguía dando golpes al tronco de práctica con la lanza que tenía. "Pero, si te aviso... ¿no dejaría de ser a escondidas?" Preguntó inocentemente la pequeña Pykasu. Su hermano simplemente la miró con una expresión de confusión, y siguió practicando sus ataques.
"¡Si no vas a dejarme practicar me voy adentro!" Gritó finalmente Pykasu, dando media vuelta y entrando a la choza enseguida.

Itaete siguió entrenando, ignorando a su hermana y sus caprichos. Debía estar preparado, después de todo, aspiraba ingresar al grupo de guerreros que serían enviados a Tavapy para defender el cacicazgo de Arigua de los ataques enemigos. Con los ataques provenientes de los poblados Guaykuru, el Gran Cacique Amasunu había empezado a fortalecer las defensas de la región. El defender su tierra y sus seres queridos de las amenazas que pudieran atentar en contra de ellos era el deber de Itaete. Llegar a formar parte del ejército más grande de la nación era todo un sueño para él.

Desde muy pequeño, Itaete se encargó de proteger a su pequeña hermana y a su madre de los animales de la jungla y los enemigos de la tribu. Mientras que asestaba golpes con su laza, por su mente pasaban recuerdos de las veces en que el había defendido a su familia en el pasado.

"¡Kyvy! ¡Ayúdame!" Se escuchaba la voz de Pykasu, seis años atrás en la memoria de su hermano. Saltando entre las ramas de los árboles, Itaete se dirigía a gran velocidad al lugar de donde provenía la voz de su hermana. Lo único que uno alcanzaba a ver eran las hojas de los árboles cayendo luego de que el veloz rayo pasaba por allí. En un pestañeo, Itaete ya había localizado a Pykasu. Con un salto bajó de la rama en donde estaba, y observó el estado de su hermana. Alrededor de uno de los tobillos de Pykasu se encontraba una liana, atada de una manera que no podía ser natural. Probablemente era una trampa para algún animal, pensó el joven.

"¿Te encuentras bien?" Preguntó Itaete. "Creo... Creo que si, pero esta planta tiene espinas que están lastimándome," dijo en respuesta Pykasu, tratando de no preocupar a su hermano a pesar del problema que había mencionado. Tras una mirada más detallada, el joven pudo comprobar que efectivamente la planta era un tanto extraña. Se enredaba entre espinas y hojas, y parecía que los pimpollos de sus flores brotaban al contacto con la sangre de Pykasu. Lucía peligrosa.

"No te preocupes, yo te sacaré de aquí," le dijo Itaete para calmarla. Sacó la lanza que traía en su espalda, y cuidadosamente, cortó las ramas con la punta de piedra para liberar a Pykasu. Cuando por fin parecía estar libre, las espinas empezaron a crecer de vuelta y enredaron la pierna de la niña. Furioso, Itaete cortó una vez mas la extraña planta con la lanza, pero esta vez de la parte que no estaba enrollada alrededor del tobillo de su hermana. Un aro de espinas y flores quedó "adornando" la pierna la niña, pero a pesar de eso ya pudo moverse.

Sin prestar mucha atención a los detalles de la planta, Itaete y Pykasu desaparecieron rápido del lugar.

Esa planta. Itaete nunca había entendido lo que era esa planta. Sin importar eso, ya no suponía un riesgo para la chica. Después de poco tiempo, las espinas habían desaparecido, dejando a en su lugar hermosas flores que nunca marchitaban. La tobillera de flores se había convertido en un rasgo característico de Pykasu luego de tanto tiempo. Sirvió para complementar la increíble belleza que ostentaba.

Con un golpe de su lanza afilada, Itaete sacudió su cabeza, volviendo al presente a su arduo entrenamiento. Debía seguir volviéndose más fuerte para continuar sirviendo a los seres que amaba.

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